El vuelo no es nada del otro mundo, logro sobrevivir y ahora lo único que quiero es poder llegar y quedarme en el hotel a descansar; siento que han sido días difíciles para mí. Por ahora, no sé por dónde siquiera empezar. Traigo un pequeño mapa de la ciudad a donde llegaré. Tengo que hacer una escala en Roma para visitar El Coliseo, los hermosos museos y uno que otro restaurante para degustar la gastronomía local. No veo la hora de por fin llegar a mi destino. De aquí, me trasladaré en un tren en un viaje que creo que durará alrededor de tres a cuatro horas, es mejor hacerlo porque el avión me saldría más caro y quiero ahorrar algo de dinero. Ojalá hubiera una moneda universal que se pudiera usar en toda Europa, pues es difícil encontrar casas de cambio.
Después de horas en el tren, por fin llego a la ciudad. El primer lugar que visito es la Basílica de San Pedro, las aprecio y prosigo tomando algunas fotografías preciosas, quizás esto me ayude a seguir pintando al llegar a casa. Creo que no fue una gran idea el haber viajado solo, debí haber esperado que Ana tomara vacaciones para viajar junto a ella. No puedo deprimirme tan rápido, no va ni un jodido día y ya estoy queriendo tirar la toalla. Debo concentrarme, lavarme el rostro y tomar aire fresco. Me siento bien, sólo tengo hambre y debo buscar algo de comer para continuar con mi travesía. Creo que por aquí cerca vi un lugar donde comer algo de pasta, me siento muy vació del estómago y eso puede ayudarme un poco, sólo tengo que ir al hotel para ver si encuentro una habitación disponible. Dicho esto, creo que sí me estoy empezando a sentir un poco mal.
Llego al hotel y los precios son exorbitantes, mejor salgo del bonito edificio, es uno enorme con arquitectura muy bonita, sería un lindo lugar para pintar, sólo que necesito ver más. No soy experto, claro está, me imagino que se construyó a principios de este siglo. Es color ocre, diseñado quizás por un arquitecto pretencioso con tendencias homosexuales. Cada paso que doy lo hago tranquilamente, sólo quiero relajarme un poco antes de continuar mi travesía. Al pasar unos seis o siete edificios del hotel, veo a una pareja caminando, ella es muy delgada, cabello dorado con caderas enormes y piernas como unos popotes; el joven, por su lado, viste un jersey a rayas azules. La pareja va diciéndole a todos los presentes como se aman el uno al otro, al intercambiar cariños y besos por toda la banqueta. Es demasiado para mí ver tantas pruebas de cariño en público, será que no me gustaría ser juzgado por hacer lo mismo con alguien, sea quien sea. Al sacarles la vuelta doy con un lugar llamado Milagro en el Congo. ¿Qué clase de lugar puede denominarse así, y qué puede ofrecer? La curiosidad me mata por dentro, no pudiendo evitar entrar. Era una pequeña tienda de abarrotes convencional. El lugar se encuentra lleno de comida, refrescos y cosas para el día a día. No tengo nada que hacer aquí si lo que pretendo es guardar algo de hambre para comer en el lugar al que espero llegar rápido. Un muchacho muy guapo atiende, le calculo unos veintidós años, de cuerpo delgado (¿Qué acaso todos los lugareños son así?), de cabello rizado un poco largo, dejado y bien cuidado. Me sonríe y me dice:
—Bene vieni.
Lo noto muy amable, enseñando sus dientes blancos. Muy tonto, de mí parte le contesto.
—Hola —alzo mi mano derecha a la altura de mi pecho, agitándola lentamente.
—¿Español? —pregunta curioso.
—Sí, soy David —contesto devolviendo el buen gesto.
—Bienvenido, David, mi nombre es Alessandro o Alex. Dígame en que puedo ayudarlo. Tenemos fruta, verdura, algo de carnes frías, botana salada y en el refrigerador puede encontrar refrescos para mitigar un poco las altas temperaturas que se presentan en nuestra ciudad.
Sinceramente no busco nada de comida chatarra, tengo mucha hambre y quiero ir por algo de pasta, y por supuesto que no pienso cocinarla.
—No lo sé —contesto muy seco.
Dios, creo que no debí de contestar de esa forma haber hecho. El muchacho alza las cejas, pone su mano derecha en su cabello con un claro signo de interrogación cubriendo su bello rostro.
—Dígame en qué puedo ayudarlo. Aquí estaré —contesta apenado y desvía su mirada hacia la pequeña caja registradora del estante frente a él.
Noto que tiene un mandil ¿Para qué lo necesita? Esto no es una carnicería. No quiero hacer la pregunta, aunque mi mente lo exige.
—¿Para qué el mandil? —alzo las cejas, mientras lo veo de arriba abajo, todo con una mueca.
Él sonríe nervioso, puedo notar con sus gestos que este muchacho es gay. Es adorable y quizás pueda conseguir algo de acción con él. Voy a tratar de seducirlo, no sé qué sería mejor que invitarlo a comer a un lado. Llevo apenas escasas horas de aquí y conseguiré mi primer acostón.
Pregunto por su hora de salida, dice que a las seis de la tarde llega su padre a relevarlo, él tiene que ir a visitar a una de sus tías que vive cerca de por ahí. Sonrío confiado y le digo que lo veo a esa hora. Aún no puedo creer que esto fuera tan fácil, creo que ser extranjero me puede traer beneficios. Debí haber pensado esto antes. Salgo de la tienda de abarrotes comprando solamente un dulce y un agua mineral, para abrir boca para llegar a un para comer algo delicioso.
Después de pasear por el centro, aprovecho para tomar algunas fotografías. Quizás alguno de estos me sirva para pintar un lindo cuadro para que mamá lo cuelgue en la sala. Sinceramente, ningún monumento o edificio me inspira del todo, aunque, bueno, algo debe salir de todo esto. Después de muchas vueltas por el precioso centro histórico, me da hambre y empiezo a echarle un ojo a los lugares alrededor. Pasan minutos que se transforman en horas y sigo sin decidir. No cargo con mucho dinero, no puedo darme el lujo de despilfarrar el poco que traigo, así que tengo que alejarme un poco del centro para encontrar lugares más económicos. Después de mucho, llego cerca de la playa donde doy con un restaurante que tiene pinta de no ser tan caro ni tan barato, de esos que vende buena pasta y algunos mariscos de mi gusto. La señorita de la entrada me da la bienvenida y una mesa para uno. El lugar se encuentra un poco vacío, sólo hay unos cuantos señores en las mesas de alrededor. El menú muestra camarones, catfish, mojarra, pez globo, y yo extrañando la maldita paella. Como y, antes de irme, decido caminar hacia la barra del lugar y pedir una cerveza bien helada al cantinero que tiene pinta de pirata de la tripulación de Barba Negra. Desde el minuto uno no intento coquetearle, mejor disfrutar de mi trago y esperar a que pase el rato para mi encuentro con Alex, el chico de la tienda de abarrotes.
Sentado en la barra escucho las noticias en el idioma local, así que no entendí mucho sobre lo que pasaba, algunas notas sobre accidentes, eventos políticos que a mí no me interesan, entre otras cosas. Ya llevo la mitad del tarro que bebo, según, tranquilamente. Por estar pensando en idioteces, apenas si noto que el lugar casi se llena; entre los presentes, varios caballeros y mujeres en la barra haciéndome compañía. Una mujer en especial me llama la atención, en una mesita en el rincón del lugar, con un vestido hermoso color amarillo, el cabello castaño que le llega a la altura de sus senos, cubriéndolos, porque ese escote pronunciado da mucho que desear. Lo que me llama la atención no es su físico envidiable para alguien de su edad, porque aparenta pasar de los cuarenta, sino que me intriga porque tiene un sombrero pequeño y gafas oscuras. ¿Qué oculta? Al lado de ella, un gorila; sí, es la única palabra que se me puede ocurrir para describir a su acompañante. Evidentemente, no es su pareja ni cita del día, más bien parece que la cuida. El tipo es alguien con una camiseta negra de botones nada ajustada, no puedo apreciar su pantalón por el ángulo en el que estoy, sus gafas son oscuras también y tiene una cara de pocos amigos. La mujer tiene una cara de aburrimiento, termina su coctel de camarones y no cruza más palabra con el personaje tan curioso con el que comparte mesa. Continuando sin decirle nada, se pone de pie, el gorila también se pone de pie de inmediato, pregunta a donde se dirige. Ella le dice que va al tocador, que le permita estar sola cinco minutos. El gorila asiente con la cabeza muy obediente y vuelve a tomar asiento. Quiero reír maldita sea, pero no debo meterme más en las cosas que no me deberían preocupar. Sigo bebiendo del tarro, pero la vejiga me llama, tengo que ir detrás de esa señora, quiera o no. ¡No aguanto más! Hago el banquillo hacia atrás, voy al pasillo que da al baño. Ahí, fumando a escondidas, aliviada y angustiada, la encontré. Qué extraña sensación, el ver a una persona con esos dos semblantes fusionados en uno solo, no la volteo a ver y sigo mi camino. En el solitario baño hago mis necesidades y salgo rápidamente, obviamente la señora sigue ahí. Antes de que pudiera irme derecho sin voltearla a ver, ella me lanza una pregunta.
—¿Hai tempo? —me pregunta con el cigarrillo que sostenía en sus delicadas manos sin tantas arrugas.
—Claro —respondo mientras busco el reloj que guardo en la bolsa de mi pantalón—. Son las cuatro, cuatro cuarenta y cinco.
Ella se ríe en un tono bajito.
—¿Español? —pregunta mientras vuelve a poner el cigarro en sus labios rojo carmesí.
—Sí, señora —contesto como un niño regañado de primaria le contesta a su profesora.
—No te he visto por aquí. ¿Vienes de visita? —me dice mientras se recoge el cabello de sus pechos, dejándolos ver un poco más.
Me siento un poco incomodo e intimidado ante esta señora, no quiero problemas con la persona con la que viene y le digo que me tengo que retirar. Ella es muy hermosa, sólo que creo que no es lugar ni la hora para meterme en problemas tan rápido. Quizás está casada con alguien importante, por eso viene acompañada de un guardaespaldas.
—Vengo de visita señora, me tengo que ir —le digo mientras me despido y me voy a la barra del bar, sin darle oportunidad de decir ni siquiera un adiós.
Tomo mi asiento en la barra del bar, bebo el último trago, pago la cuenta y huyo de forma poca sospechosa de lugar. Siento el olor de la playa cerca de ahí, el aire fresco y me siento con ganas de irme a darme un chapuzón. No quiero mirar atrás, pero alguien me grita desde un par de metros fuera del establecimiento.
—Chico —grita una voz femenina—. Olvidaste tu cartera.
Ella, de buen gesto, viene hacia mí.
Nervioso me quedo helado, sólo volteo la cabeza. Ella viene con la cartera en sus manos, trotando, rebotando sus pechos, moviendo su trasero enorme y sus chanclas hacen un ruido chistoso al pegar con el húmedo suelo.
Me acercó hacia ella, le pido por favor mi cartera, a lo que ella, con una mirada coqueta, me dice que me la regresará con una condición. No sé qué busca esta mujer de mí, no quiero que el gorila con quién viene, que está firme en la puerta viéndonos, me vaya a dar una paliza aquí mismo, y yo sin un seguro médico. Temblando me tiene esta situación. Me pregunto cuál será la cosa que quiere para completar su acto de buena fe y devolverme lo que es mío.
—¿Conoces el secreto de vivir? —pregunta.
Sorprende encontrar a alguien que me quiere acosar, sabe mi idioma (con un curioso y chistoso acento).
—No, no, no —contesto.
—¿Te gustaría? —pregunta mientras pone la cartera en mi mano derecha.
Algo me dice que a partir de aquí mi vida tomará otro rumbo.
—Sí —apenas puedo contestarle.
Quiero saber más de sus intenciones y también estar a tiempo para pasar el rato con el chico de la tienda de abarrotes. Por otro lado, la señora parece tener otros planes para mí.
—Te daré una dirección, te espero ahí desde las siete de la tarde. No faltes.
Cuando termina de pronunciar la última palabra, me guiñe el ojo y saca de su bolso de mano una tarjetita de papel con la dirección del lugar.
—Te espero. Créeme que no te vas a arrepentir, chico —dice para terminar dando media vuelta.
Trago saliva, doy gracias y me voy sin hacer una despedida escandalosa. Tomo otro respiro, mi corazón palpita al mil por hora, el sudor corre despacio por mi frente, mientras trato de limpiarlo con un pañuelito color mostaza que guardo en mi mochila. Su sonrisa, esa sonrisa me cautivó y me provocó algo insospechado dentro de mí. Miro hacia el cielo queriendo encontrar las respuestas que no me caerían regaladas, menos se manifestarían enfrente de mí. Salgo caminando de prisa siguiendo el camino, veo en una banquita de esas verdes con adornos extraños metálicos, ahí me siento un rato. La gente pasa, pasa y pasa frente de mí, los veo, los analizo, ellos degustan cigarrillos, helados y disfrutan de la compañía que se hacen los unos a los otros. Yo, por el contrario, aquí viéndolos, analizándolos y tratando de sacar una conjetura de unos extraños que ni me hacen (ni harán) en esta vida. Volteo a ver el reloj de muñeca que tengo, faltan unos veinticinco minutos para que el chico de la tienda de abarrotes salga ¿Iré con él o con la señora? Estas angustias no las tiene que pasar alguien que sabe exactamente que le gustan exclusivamente los hombres o las mujeres, a mí me gusta jugar por ambos lados y disfrutar de mi juventud. Ana lo sabe, cómo sería de gran ayuda ella en este momento. Necesito encontrar un teléfono cerca de aquí para poder preguntarle su opinión. Aunque, pensándolo seriamente, ella se desencantaría por el muchacho de la tienda de abarrotes, por ser alguien de fiar, alguien acorde a mi edad y que no está acompañada de un tipo que me puede romper la quijada de un certero puñetazo. Me pongo de pie, sacudo mis piernas y busco una cafetería que esté cercana para que pueda hacer una llamada por cobrar hasta Madrid. Saliendo del parque, volteo hacía derecha e izquierda, queriendo localizar una cafetería cercana, no veo una y tengo que preguntar a los locales. Una señora robusta, de enormes caderas, cabello rubio y con unas enormes gafas me dice muy amable que a unas tres cuadras se encuentra una cafetería.
Sujeto mi mochila fuertemente, voy directo a la cafetería, le pido a la encargada el teléfono y me lo señala al fondo a la derecha, como los excusados. Tomo aire, estoy nervioso por contarle a Ana lo que acaba de suceder y lo que tengo y puedo hacer. Inserto una monedita en la máquina, marco de memoria el número de Ana y empieza a pillar la bocina del otro lado. Uno a uno, los timbres suenan, no hay respuesta. Nadie pilla el puto teléfono y yo tan impaciente por que contestara Ana.
—¡De seguro su mamá anda cogiendo con alguien ahora mismo! —grito.
Causo la extrañeza de algunos comensales, quienes me empiezan a ver algo mal, así que pido disculpas y vuelvo a echar otra llamada esperando que ahora sí pillen mi llamada.
—¡Coño, niña! —grito de nuevo.
La encargada me pide que me salga inmediatamente. No entiende ni una palabra de lo que digo, sólo sabe que estoy gritando y eso molesta a su clientela. Salgo enfurecido y decidido a tomar la decisión yo solo. Pongo en una balanza mental los pros y los contras que puede tener cada situación: sin duda el chico es atractivo y puede que me de asilo estos días, en cambio, la señora no sé si pueda hacer lo mismo, y menos teniendo un gorila a sus espaldas. Se me ocurre la idea de ir primero con Alex, hablar con él y poder darme un poco de tiempo para encontrarme con la señora. Veo la hora. Se me está haciendo tarde, así que corro a toda velocidad para alcanzarlo, la gente empieza a gritarme cosas porque a muchos, por descuidado, les tiro sus pertenencias. Sin tiempo de ayudarlos, sólo les pido disculpas a gritos. Veo al tal Alessandro a punto de salir de la tienda y él me ve, me sonríe y empieza a alegrarse de que sí haya llegado.
—Llegas justo a tiempo, mi padre acaba de llegar hace unos momentos —me dice en su idioma mientras yo trato de desempolvar mis clases de italiano.
—Necesito, más bien quiero hablar contigo.
—¿No vas a poder quedarte, cierto? —dice él.
—Ciertamente, querido, no quiero ser grosero contigo y, vaya, me gustas mucho, pero…
—Hay alguien más. Lo entenderé —dice un poco más triste.
—Sé que es una locura ¿te puedo pedir un favor?
—Bueno, primero acompáñame a caminar antes de que llegue con mi tía.
—Te acompaño, vamos.
—Ahora, cuéntame, ¿en qué puedo ayudarte, querido David?
—Lo que pasa es que conocí a una señora.
—¿Una señora, dices? —se extraña.
—Una hermosa señora que me estuvo insistiendo mucho en que salga con ella y parece ser que voy a llegar tarde con ella.
—¿Y yo como puedo ayudarte con eso?
—Sabrás que yo vengo de otro país y no tengo hotel. ¿Puedo quedarme contigo? ¿Por favor?
—David, apenas te conozco. Y aunque sí me gustas, ¿porque he de aceptar yo eso?
—Puedo pagarte. Tengo algo de dinero, aunque no creo que el suficiente para costearme un hotel con desayuno continental.
—¿Cuánto dinero?
—No lo sé, ¿cuánto quieres?
—No es cierto. Mira, eres lindo, ven a la tienda a las diez de la noche, te daré tu copia de la llave y te cobraré poco.
—Claro, claro, sin problema.
—Pero puntual, porque si no llegas después de quince minutos, me iré —dice Alessandro retándolo.
—Eres un amor —le digo y le doy un beso fuerte en la boca—. Adiós y gracias.
—Ciao, David, suerte —dice el joven italiano mientras ve cómo su posible encuentro se aleja a toda velocidad, mientras él se frustraba un poco.
No sé cómo lo hice, tengo ya un lugar donde quedarme. Ahora tengo que llegar a toda velocidad a donde quedé con la señora que ni su nombre pudo decirme. Al llegar a un punto, freno de golpe. No sé dónde queda la dirección que me dio, necesito preguntar primero qué tan lejos está y si es posible que yo llegue a tiempo. Pensé en regresarme con David a preguntarle, sólo que sería ya algo grosero abusar completamente de su amabilidad. Veo otra cafetería, ahí deben de ayudarme, así que entro tranquilamente, pido un café y me siento para que no me echen como pasó cuando intenté llamarle a Ana. El encargado de la barra es un tipo bien parecido, de barba de candado negra, cabello negro y largo, con labios gruesos y mirada retadora. Me tomo el café de golpe y el señor me pregunta.
—¿Un poco más?
—No, estoy bien. Bueno, me ayudaría con una dirección, si es tan amable —digo con el tristísimo italiano que practiqué antes de venir.
Le entrego el papelito, lo coge y empieza a leerlo, pone su mano derecha en su barbilla, frotando su peluda barba, pensando dónde quedaba la dirección escrita en el papel. Yo me le quedo viendo, esperando su respuesta pacientemente.
—Está a unas quince manzanas al norte, luego otras once al este. Llegarías en aproximadamente una media hora, si bien te va.
—Gracias, aquí está lo del café —digo mientras dejo la propina y salgo casi corriendo.
Esta tarde, el tiempo no es mi amigo, pienso mientras voy, de nuevo, recorriendo las calles del centro de Venecia.