No pasa un día sin que marque, en el calendario que cuelga de la pared de mi habitación, una casilla más, un día más sin poder esperar que llegue de una vez la maldita fecha. Hace un par de meses que egresé de la universidad pensando incrédulamente que sería sencillo encontrar empleo relacionado a mi carrera: grandísimo error. No logro concebir un panorama laboral tan complicado, aunque, pensándolo bien, las negativas que recibo tienen sentido considerando el pequeño detalle de que no tengo experiencia laboral más que de ayudante en supermercados y de acomodador en una tienda de vinilos. Los días que transcurren, las semanas que vuelan de mis manos se vuelven monótonas y sin sentido. Mis padres me dicen que debo buscar un empleo a la de ya si es que quiero ser alguien en la vida. Parece ser que han estado ignorando por completo que he estado tocando puertas y haciendo llamadas telefónicas hasta el cansancio para preguntar por vacantes que leo en el diario y en anuncios en postes de luz. Las noches que transcurren son muy angustiantes, todo el dinero que he estado ahorrando se ha ido poco a poco de mis bolsillos; no pensaba desprenderme de él tan rápido, y menos sin haberlo disfrutado verdaderamente. Lo poco que me mantiene tranquilo en estas ocasiones es buscar un lindo paisaje y empezar a pintarlo; no soy profesional y a mis padres no les agrade mucho el cariño que le tomé al pintar, aunque es lo que me mantiene con paz mental después de búsquedas de empleo incesantes y días muy pesados. Con el tiempo corriendo, no encuentro algo que me inspire a plasmar algo en un lienzo, mi mente ha estado en blanco, comienzo a frustrarme completamente, siento que mi inspiración ha ido desapareciendo, dejando en blanco color hueso el lienzo que se encuentra en mi habitación.
Un día cualquiera, ninguno en especial, me encuentro saliendo de otra fallida entrevista; frustrado, arrebato mi corbata de mi cuello y la guardo en el bolsillo de mi pantalón color caqui. Durante un largo camino por el centro de la ciudad, paso por una agencia de viajes. Curioso, me asomo en el afiche de la ventana donde muestran ofertas increíbles para viajar a Francia, Italia, Luxemburgo, Checoslovaquia, Austria, Suiza y Países Bajos. No me siento muy seguro de despilfarrar tanto dinero en algo como eso, algo tan banal, tan efímero como una experiencia que, sí, me disfrutaré por el resto de mi vida, pero que sé que a la larga no me dejará absolutamente nada. Me quedo varado afuera de la tienda, y veo salir a una pareja de enamorados quiénes, al salir, gritan lo emocionados que están porque próximamente viajarían a Grecia. Los veo muy contentos. Tomo aire y pienso en echarlo a mi suerte; busco una moneda en mis bolsillos y sólo encuentro mi horrenda corbata. Frustrado, la miro y pienso que lo que me depara el resto de mi vida es sentarme detrás de un escritorio, en un cubículo de cuatro por cuatro. ¿Qué estará pensando? Dejo de lado mis deseos por entrar, preguntar precios y reservar un viaje al Mediterráneo. Doy un paso al costado para irme derrotado a mi hogar, no sin antes pasar a casa de Ana para contarle de mi fallida entrevista laboral.
Ana es mi mejor amiga desde la infancia, su madre y la mía son conocidas de la preparatoria y, vaya, siguen en contacto las dos señoras, aun teniendo hijos ya mayores. Toco la puerta, la madre de Ana me recibe en bata con los brazos en cruz. Avergonzado, volteo mi cabeza hacia abajo tratando de no verle los pechos casi descubiertos que sobresalen de su bata rosada. Con la mano en el rostro para evitar desviar la mirada, pregunto por su hija. Antes de siquiera completar la oración, ella me invita a pasar a tomar un café; agradezco el gesto y voy a toda prisa a sentarme en el sillón de la sala. Mi anfitriona mueve las nalgas de forma coqueta.
El padre de Ana falleció hace un par de años en un horrible accidente de tránsito, iba conduciendo su Ford fiesta blanco en estado de ebriedad y golpeó con violencia un muro de contención, muriendo en el instante. Desde entonces, se sabe que la señora tiene varios pretendientes que le hacen grandes favores en la cama (y en cualquier lugar disponible mientras Ana no se encuentra en casa). Por mi parte, yo no quiero tener nada que ver con ella; sé que gusta de tener la visita de un hombre en casa. Al fin y al cabo, la señora no pasa de los cuarenta y cuatro años, tiene curvas gigantes, tetas redondísimas y un hermoso rostro sin un rastro de bótox; ella es una mujer peligrosa. Cada segundo que paso en esa pequeña sala de espera me hace producir enormes cantidades de sudor de mi frente.
—¡Ana! —grito esperando que ella salga.
Me responde desde el otro lado del enorme hogar, causando que su madre se marche a su habitación al apenas pisar la sala su hija, dejándonos a ella y a mí entre los perfumes de su sensualidad con los que colmó la habitación. Ana, por su lado, se muestra incomoda y avergonzada con esa situación. Desde la muerte de su padre, se hizo un poco antisocial; una tipa llamada Verónica y yo somos sus únicos amigos desde entonces, sin contar al novio suyo. De ahí en fuera, todos sus compañeros de la universidad y el trabajo los deja de lado para cualquier evento social. Su forma de expresarse cambió radicalmente: antes era una chica alegre y espontánea que irradiaba la habitación con su mera presencia, ahora sólo quedan destellos de todo eso. Lo que nunca dejó de lado es ser mi confidente, y viceversa; cada vez que tenemos un problema serio, acudimos el uno al otro para recibir un consejo sensato. La verdad, yo no soy tan bueno como ella.
Cuando la veo sentarse en el sillón marrón, con su esbelta figura, su cabello negro cortado hasta los hombros, su desencajada sonrisa y sus pequeños ojos opacados por el maquillaje negro que los rodean, ella sabe que tengo algo que decirle, algo que tendrá que resolverme por mí. Lo primero que le expreso es mi total descontento por la vida laboral que me depara para el resto de mis días. Quiero empezar de cero; tengo la idea de que hacer un viaje me ayudará a despejar mi cabeza, encontrar un trabajo que me guste, que no sea en una oficina gubernamental con un horario de diez horas, una para la comida y las nueve restantes para ocuparlas en tareas insípidas, cada día, por el resto de mi vida. Ella no comprende el punto de un viaje, argumentando que ni siquiera ingresos fijos tengo. Su respuesta me toma desprevenido. La verdad, sólo quiero algo de tiempo para mí, ese tiempo que no tengo por seguir de mantenido en casa de mis padres. Regresando del viaje encontraré un empleo y empezaré (a regañadientes) mi vida laboral de lleno, ya que sé que el mantenerme a mí mismo pintando cuadros para gente ostentosa no es una opción realista. Si bien esto no me tiene muy contento, por ahora no tengo de otra, no nací en cuna de oro. Ella, como experiencia, me platica que realizó un viaje con su amiga Verónica a Italia, por lo que me dice que, si sé cómo administrar mi dinero, el viaje puede resultar más económico y accesible para mí. Me entusiasmo y le cuento de un viaje que soñé a Venecia. Me escucha con atención y me dice que me prestaría algo de dinero en caso de que fuera necesario. Dice que no quiere dejar el trabajo tirado, dejando una mancha en su reputación dentro de su compañía, por lo que no puede acompañarme. No puedo ser tan egoísta para orillarla a tomar la decisión de abandonar su empleo, no es justo para ella y no soy quién para pedírselo.
Quedamos en vernos cada dos días en su casa para planear el viaje, parece que tener algo que hacer aparte de su rutina le ayuda a despejar su mente. Ha estado teniendo varios desencuentros y discusiones con su novio, el tipo quiere hacer ciertas cosas para las que ella todavía no se siente preparada, como el irse a vivir juntos y rentar un departamento o hasta comprar un coche entre ambos. Ana no quiere tomar tan en serio y rápido el compromiso con él, pues tienen pocos meses saliendo y siente que necesita conocerlo un poco mejor.
Lo que me tiene desconcertado es el cómo decirles a mis padres esa noticia. Ambos esperan, desde hace tiempo, el día en que, por fin, consiga un empleo; y no dejan de recalcar el cómo pierdo el tiempo al salir a la calle en lugar de ayudar con la limpieza o hacer algo productivo.
Tomo coraje y valor suficiente un día que salgo a comer helado con mi amigo Lawrence para decirles a mis padres sobre mi pequeña ausencia de tiempo en casa. Para entender un poco mi situación: soy hijo único, mimado, precavido y algo sobreprotegido. Mi padre es el Sr. Eusebio de cincuenta y tres años, electricista de profesión, de cuerpo no muy robusto, calvo, sin bigote (gracias a dios) y con manos pequeñas. Mi madre se llama Rita, ama de casa, muy hogareña y casi no la conocen los vecinos, ella gusta de cantar fuerte en la ducha, también mientras cocina o asea la casa y sobre todo cuando está contenta. Mi padre tenía veinticinco años, mi madre veintiuno, cuando yo llegué a alumbrar su humilde matrimonio en las afueras de Madrid. Mi infancia no es relevante, mi adolescencia fue intrascendente, mi joven adultez, sin mucho que decir ni agregar para contar una historia maravillosa. Conocí a varias niñas en el colegio, en el vecindario y por ahí, cuyas aficiones y anhelos me gustaba conocer muy a fondo (si saben a lo que me refiero). Aclarando: siempre se limitó a algún beso en la mejilla o un acurruco en el sofá, todo sin ninguna intención de caer en vanidades tontas como el enamoramiento. Mis padres son un ejemplo modelo de cómo ser buenos esposos, padres y compañeros de vida. Me sorprende y me da algo de miedo el no poder encontrar a alguien con quien me pueda complementar tan bien como lo hacen ellos dos. Durante mis estudios no tuve tiempo de entablar una relación con nadie, sólo eran cosas de un par de noches y ya.
Llego a casa y veo a mis padres en la cocina charlando, se ven muy tranquilos y amenos, entonces empiezo a contarles sobre mi pequeño secreto. Una vez haya comprado el boleto para irme, no habrá marcha atrás. Ambos cuestionan punto por punto, empezando por mi destino, si iré solo, si me acompañará Ana. Les digo que no, ella acaba de empezar en el Banco Hispanoamericano y no puede tomar vacaciones así de repente. Mi madre toma la palabra, me interroga furiosa pidiéndome el dónde me iré quedando, que comeré, cómo me moveré, y sobre todo a qué ciudad exactamente llegaré.
—Iré a Venecia, madre, y me voy el viernes próximo —le digo con seguridad impecable.
—Ah, ¿sí? —contesta molesta, quitándose sus anteojos negros —. Pues a ver quién te va a llevar al aeropuerto, porque ni yo ni tu padre lo haremos.
Termina dando un golpe tajante sobre la mesita café del comedor. Mi padre intenta calmarla. Ha de ser la menopausia la que la tiene así, pienso. Ella es una persona habitualmente tranquila, de carácter sereno e ideales a la antigüita. No sé porque se pone así de repente, empieza a llorar y abandona la habitación, mientras yo me quedo estupefacto en mi lugar del comedor. Mi padre, con quien he tenido mayor comunicación a pesar de que le toca salir mucho a diversas comunidades autónomas por su trabajo, se pone de pie, coloca sus palmas de ambas manos sobre su calva e intenta seguir mi madre, sólo que algo lo detiene. Se queda pensando, mirando hacia donde se dirigió mi madre, como queriendo buscar una forma elocuente de decirme algo sin meterse en problemas con su esposa.
—Mira hijo —dice mientras se regresa para sentarse a un lado mío— Entiende algo a tu madre, ella te ama como no tienes idea. Lo que pasa es que este viaje le causa un cierto pavor.
—No entiendo el porqué de su molestia, ya soy adulto y, por primera vez en mi vida, saldré yo solo. —le digo buscando tener algo de razón.
—Eso mismo, ella tiene miedo de que te suceda algo, sabe que cuando estudiabas en la universidad no dejabas de ser alguien hogareño. Antes de ir con ella a hablar, quiero que pienses lo que te acabo de decir y también, quiero que no hagas nada estúpido. —dice como con una mueca insatisfecha, no sé cómo describir su vasta intranquilidad.
—De acuerdo, ve con ella y yo compro algo para cenar —le termino diciendo, tengo que seguir con la preparación de mi itinerario.
Hay algunos afiches pegados en la habitación, diferentes bandas como Nacha Pop, Radio Futura, Mecano, Madonna y uno enorme de un metro de Michael Jackson. No hay cuadros, ni fotografías, sólo repisas llenas de los álbumes más famosos de los artistas que decoran la pared. Saco de mi back pack del rinconcito de mi habitación, una sencilla con dos bolsas de zipper color ocre que usaba en el colegio, empiezo a sacar todos esos libros de mis materias que ya cursé; debí haber hecho esto hace semanas. Voy al armario para seleccionar la ropa que me llevaré, sólo será una semana la que estaré fuera en el país de la bota. Todo esto me hace pensar que mi mamá exagera. ¿Una estupidez?
Primero que nada, lo que tengo que empacar es mi cámara instantánea que acabo de conseguir, no quiero perder ningún detalle ni momento de ese bello lugar. Tengo que guardar también el álbum que compré hace un rato, le pondré la fecha para no olvidarla nunca. Inscribí en la primera hoja la fecha del viernes próximo: «16 de Julio de 1982». Llamo por teléfono a Ana, esperando que ya estuviera en casa y no con el novio, ese tal Marciano Cantero, un fantoche, inmigrante argentino que se cree músico, que conoció por un amigo suyo de la facultad de filosofía. La llamada no entra, intento en un par de ocasiones hasta que atiende la madre de Ana. El problema con ella es que tiene una deficiencia auditiva no muy grave, siempre gusta de atender primero que nadie el teléfono, a pesar de sus oídos y de que pregunta una y otra vez con quién está hablando sin escuchar bien la respuesta. Amablemente le digo quién soy y me contesta que Ana se encuentra cenando, que por favor le devuelva la llamada en unos quince minutos. Cuelga de tajo.
Continúo cargando y guardando las cosas que me llevaré: unas plumas Bic, algunas pinturas y un lienzo (espero poder encontrar, entre la bella arquitectura, un paisaje hermoso para poder plasmarlo), algo de primeros auxilios como alcohol, banditas, botellas de agua y unos dulces extras para el vuelo. Recuerdo lo que dice mi padre, es tiempo de ir a la habitación donde mi madre quizás se encuentre sollozando. Dejo la llamada con Ana para después, espero que mi madre vaya entendiendo cuáles son mis gustos, mis prioridades y sobre todo mis ganas de descansar cuando son vacaciones. Un pequeño pasillo separa mi habitación de la de mis padres, donde mi madre se encuentra. Voy al fondo, tengo la puerta del baño detrás de mí y toco un par de veces, esperando que mi madre me contesté de buen humor.
—Pasa, hijo, por favor —dice mientras se acomodaba en una orilla de la cama, cubriendo las lágrimas de sus mejillas, limpiando el maquillaje corrido con un pañuelito color marrón que utiliza para estas situaciones (que no son muy seguidas).
Abro la puerta para ir a la cama y sentarme al lado de ella. Sólo la abrazo muy fuerte y le digo muchas veces que la amaba. Ella sonríe y se olvida de continuar con el llanto. No me gusta ver a mi madre así, sabe que no es personal y debe entender que su hijo se va haciendo mayor, que ya no es aquel chaval que le cambiaba los pañales, que llevaba al colegio de la mano o que intentaba orientar sobre temas escabrosos.
—Por una vez, hijo, dame la oportunidad de verte bien a los ojos, deja que sepa que todo estará bien allá en tu viaje. Ya sé, ya sé, es cortísimo, sólo que me doy cuenta de que ya no tardas en marcharte de casa, conseguir un departamento, irte con una chica y quién sabe si te alejes más de lo que siento que ya estás, totalmente distanciado de repente.
—Madre, sabes que el futuro no tiene nada escrito, ya sabes que yo estaré contigo el resto de tu vida esté donde esté, esté con quién esté. Ven, dame un abrazo, por favor.
Mi madre se pone rígida, lamentablemente para ella es en vano, porque terminó cediendo ante mí. Le doy un abrazo muy cursi para darle un beso en la frente. Ella sabe que lo es todo para mí. Arreglado este asunto tan eficazmente, me retiro a mi habitación a proseguir con los preparativos para mi viaje.
Pasando un rato, recuerdo que le hablé a Ana, cuidadosamente aprieto los pequeños botones cuadrados del teléfono para llamarle. Suena un timbre, dos timbres y al tercer timbre alguien coge la llamada.
—¿Aló? —contesto.
—El orgullo de mamá —dice sarcástica.
Río cuando escucho esa pequeña oración.
—Mira quién lo dice, la niña mimada, la hija modelo y la jovencita destacada, ja, ja —le digo sarcásticamente.
—Olvida lo que dije, David —suspira y pregunta—. ¿Cómo te sientes por el viaje?
—No será lo mismo sin ti —le digo esperando que ella pudiera decirme de último minuto que estaría conmigo en ese avión.
—Ni me lo recuerdes, este empleo nuevo me entusiasma mucho y no quiero fallarle a mi tío. Él me consiguió el lugar y debo mostrarle que no por nada me recibí con honores de la universidad.
—Lo sé, te voy a extrañar mucho —le digo.
—Son pocos días, tampoco seas tan exagerado, ni que fueras a irte toda la vida —bromea.
—Recuerda que me hubiera gustado estudiar en la universidad de por allá, estoy enamorado de la idea de irme.
—¿Incluso de alguna chica? —pregunta coqueta.
—Para nada, no conozco a nadie, y si la conociera no me enamoraría tan rápido como para no querer irme de allí. Lo que si me gustaría es que me fueras a despedir al aeropuerto.
—Sabes que tampoco puedo, tu vuelo sale muy temprano y yo tengo que trabajar. Quizás podría…
—No te preocupes por eso, te veo de regreso para entregarte el regalo que te traeré de por allá.
—Muy bien. Oye, ya me tengo que ir, mamá espera que la lleve a comprar algo en el supermercado.
—Adiós, amiga.
Cuelgo el teléfono y sigo empacando. Todavía falta llevarme un par de libros: En memoria y Diré que vendrás, mis favoritos.
Viernes por fin. Mis padres me llevan al aeropuerto. Saco la cámara de mi back pack, diciéndoles a mis padres que la primera fotografía de mi viaje será una con ellos; quiero un primer buen recuerdo. Mi padre se estaciona, hace corajes por el alto precio que cuesta el parking. Al descender, ellos van a mi lado; yo, con mi maletita de rueditas hacia la puerta. Cuando llegamos a la puerta principal del aeropuerto, le pedimos a un extraño que nos saque la foto. La instantánea muestra a mi madre, a mi padre y a mí en el aeropuerto, nos vemos los tres muy sonrientes en la puerta principal del aeropuerto de Madrid. Mi viejo lleva un pantalón gris, fajado con su cinturón negro, y una camisa color amarillo que tenía descubierto su enorme pelo en pecho. Su brazo izquierdo rodea a mi madre que se encuentra en medio de la imagen. Clásico de ella, lleva un vestido floreado rosa con amarillo y una diadema amarilla que sostiene su enorme cabello. Yo, en un costado, abrazo a mi madre que sonríe de la forma más sincera, una madre despidiendo a su retoño. Es la primera vez que salgo solo de casa a mis veintidós años. Visto una camiseta de cuadros, una gorra del Atlético de Madrid y una sonrisa enorme que asoman mis dientes chuecos. Agradecemos tan gentil gesto al desconocido caballero por tomarse el tiempo de capturar el momento. Mis viejos son muy nostálgicos y me dan cuanto consejo pueden antes de irme.
—Chico tienes que cuidarte, usa condón, no queremos nietos de una extraña —dice mi padre.
Subo al avión muy nervioso, quiero encender un cigarrillo para calmar los nervios. Mis viejos no me dejaron tomar el tren mis viejos, quieren que mi trayecto sea breve y sin tantas distracciones de por medio. Cuando pasamos por el mar Mediterráneo, en el cielo, contemplando aquel atardecer, pienso en la gente que conoceré en aquél país. Me entusiasmo por que quizás encontraré esa inspiración para poder seguir pintando, esa que se me fue desvaneciendo en estas últimas semanas. De pequeño, mi padre nos llevó a París, Marsella, Lisboa; en España, conocí un poco de Barcelona y la Coruña. Me hubiera gustado conocer Países Bajos, Alemania del Oeste y, quizás, las playas de Cancún. Fueron días hermosos los que pasé con mis padres. Le pido a la aeromoza una botellita de agua mineral; ella, muy amable, la saca del carrito que pasea por el pasillo principal, hasta que logra llegar a mi pálida mano derecha.
—Que tenga bonito día —dice muy sonriente y cálida.
No sabe que me estoy cagando de miedo.